09 agosto 2009

Convenciendo - nos

Últimamente es costumbre olvidarme de los debería, debería estar haciendo lo que debo estar haciendo pero en cambio, me encuentro abriendo un libro que debe tener más de diez años en la biblioteca, porque los debería están siendo ocupados por los me gustaría, que había olvidado hace más de diez años, porque deber siempre es más fácil que querer.

Vimos La pasión de Gabriel sobra decir que no es excelente pero la lágrima se asomó, últimamente la lágrima se asoma por todo, es un buen intento, como casi todo el cine colombiano, pero siempre hace falta, porque si señores la mediocridad nos lleva por los cuernos, y respecto al tema adhiero a Luis Fernando Afanador. Porque de eso no se trata este remedo de post.

Fue imposible ver esa película y no evocar al señor Evelio Rosero con sus Ejércitos y creerse el cuento, el intento este de plasmar una historia que no tiene cuándo ni cómo acabar, la que se repetirá por siempre, a veces creo que volver a contarla es redundar, quedaran registros en fotogramas y papel, siempre cíclica, volverá a repetirse. El punto del remedo de post tampoco es ese.

El punto es que me encuentro tratando de hacer lo que debo hacer cuando me acuerdo de un librito de esos de colegio “El aprendiz de mago y otros cuentos de miedo” y sorpresa, el autor que entretuvo varias noches de mi pubertad, es el mismo que, ahora entrando a esta temida adultez ,me entretuvo casi el mismo número de noches leyendo su historia de horrores.

No son los horrores los que ocupan mi cabeza hoy:

“De pronto quería deshacerme de mi amigo. Olvidarlo. A él y a su magia. Quería ser otra vez un respetable y preocupado vendedor de salchichas. Pero entonces oí: “Venga, joven. Yo lo ayudo”. Y el mago dio un salto y me envolvió en su capa y volamos directo al pabellón internacional de vendedores de salchichas, El mago me dejo en la puerta y empezó a despedirse…

“Por dios”, le dije, todavía azorado por el vuelo, “enséñeme a volar. Yo no quiero vender más salchichas.”

Y era que de pronto comprendía que no deseaba ser otra cosa en el mundo que mago, o, por lo menos, aprendiz de mago.

Y no volver a oír hablar jamás del precio de las salchichas.

El mago regresó hasta mí, pensativo. Me estuvo mirando un buen tiempo, de hito en hito.

“Convénzase”, dijo.

Yo abrí la boca, estupefacto.

“Aun no he podido” respondí”

“Convénzase”, repitió.

“Yo…” dije, sin saber que más añadir.

“Con-ven-za-se” me insistió.

Vi, en el cielo, volar una golondrina. Detrás de mi nadaban millones de latas de salchichas regadas por el mundo, en el mar y en los desiertos, en los montes y los ríos.

“No puedo”, dije, “quiero convencerme y no. Sólo le ruego que me entregue la palabra mágica”.

El mago resopló, decepcionado. Me dijo después:

“Un mago nunca debería explicar el secreto de su magia. Eso sería ir en contra de sí mismo y de la magia…Pero…”.

“¿Pero?” repetí, esperanzado.

“Voy a darle mi secreto” dijo. Me pidió con un dedo que me acercara. Yo incliné la cabeza y el mago me dijo en secreto su gran secreto para volar:

“Vuele”, me dijo.

Y todavía añadió:

“Convénzase de volar, pero sin mucho vino, porque se puede caer”.

Y me dejó.”

Estoy convenciéndome – te.