Así a usted señor no le guste, aquí vamos
La casa blanca con rojo quedaba arriba en la montaña, era en L, con una cancha de lo que quisiéramos en la mitad, helechos en los corredores y cuartos que se atravesaban por puertas que nunca acababan. Teníamos un altillo que olía a lo que era: húmedo, siempre lleno de botellas de tequila vacías y música regada por todo lado; en el altillo no había camas, sólo catres. Esa casa es en pasado porque ya ni el recuerdo me parece propio.
Yo vivía abajo de la montaña, hacía calor, todo era inmaculado, la sombra de las palmeras, los niños en la piscina, el calor me despertaba en las mañanas y yo me preguntaba ¿para qué tengo cobijas?
Cuando me anunciaban la subida a la finca, el almuerzo los domingos, me entraba el llanto, el mismo que me acompaña ahora por razones insondables. Ahora ese llanto se me antoja simple: sabía que nunca iba a querer volver.
Para subir a la finca había que treparse en el Land Rover verde manzana de la tía, atrás nos íbamos todos los “niños” que ya con 16 estábamos lejos de serlo. Era territorio libre, mientras en caravana los otros carros subían sólo con dos personas, que ahora, rechazadas, seguro también respiraban de tanto lamento, los primos subíamos sin afán a lo que equivocadamente llamábamos desnucadero.
Entonces en la parte de atrás empezaba este vendito juego “se supo todo, se supo todo” y entonces bienvenida la duda, en cuarenta y cinco minutos de camino me la pasaba pensando ¿pero, qué se supo? Y algún instinto de esos que ya no conservo, me obligaba a callar, y toda la trocha era tortura, y no se veían los cafetales y no podía verles bien la cara y mi corazón chiquito se llenaba de dudas ¿de verdad se sabrá todo? Y entonces no podía respirar y miraba por la ventana con esa cara que Ricardo todavía reconoce “estás brava” y empezaba a respirar duro, y pensaba tan fuerte que me parecía que gritaba que yo sabía que no sabían nada, que no me molestaran.
Me iba ahogando, todo era importante, porque, obvio, si se sabía todo, yo quedaba sin nada, entonces se me asomaban un par de lágrimas, y mejor cerraba los ojos, hasta que entraba esa ráfaga fría, y el olor a tierra húmeda y me apeaba y corría a la hamaca que quedaba en el balcón, miraba para el abismo, sonaban las abejas y llegaban los mismos de la jugarreta, tranquila que no sabemos nada.
Dormida no pesaba, mágicamente amanecía en medio de cuatro más y por la ventana sólo la montaña, abajo el olor a arepa, la voz de mi abuela, el abuelo gritando que vamos a recoger guayabas. Sólo había verde y entonces me daba cuenta de que ese recuerdo, diez años después me golpearía, extrañaría el verde, la hamaca, la casa.
Hoy las cobijas son necesarias, ya no hay jeep, mi tía me pregunta “¿Cuándo va a venir?” pero yo no quiero ir a la nueva casa, ni a comer piña, ni a la piscina. Quiero el frío, las noches de acampada tiritada, poder decirles a todos estos que me dicen hoy “se supo todo”: ¡ja!, no saben nada.